Vivimos una realidad que es ineludible. Cada vez somos personas más egoístas y pensamos solo en nuestro bienestar, en cómo nos vamos a sentir… e, incluso, valoramos hasta qué punto podemos llegar, para no dañar nuestra zona de confort y mantenerla estable.
Una realidad que nos aproxima al individualismo de forma extrema, en la que cada vez nos cuesta más relacionarnos con gente desconocida… y si lo hacemos, lo haremos para colmar un interés, ya sea económico, sexual o, posiblemente, efímero. ¿Cuándo nos volvimos tan fríos?
De la misma manera que ya no nos enamoramos en un bar, en una plaza, en una esquina de una calle bonita o mientras esperamos la guagua… solo conocemos a gente nueva a través de la pantalla de nuestro móvil. Nuestra forma de relacionarnos con otros, desconocidos y conocidos, también se hace a través de las redes sociales o Whatsapp, donde las inseguridades encuentran un rincón calentito donde permanecer y ser felices… y no me refiero al anonimato, si no al punto de decidir qué soy y cómo soy en el mundo virtual.
Sí, vender la apariencia como, ciertamente, ya se hacía (o aún hace) en la vida real a través de otros factores como la ropa que te ponías o la gente de la que te rodeabas, con la querías aparentar lo que querías ser y no lo que verdaderamente eres.
Y así nos pasa en el día a día, no somos, representamos… decimos lo que creemos más correcto, no lo que pensamos (y si realmente dices lo que piensas, lo haces porque, quizás, está de moda ser sincero, ir diciendo las verdades…), hasta llegar a la frase popular de “la verdad está sobrevalorada”.
Y como simples humanos que somos, esa parcela tan personal, tan íntima de nuestra vida, de decisiones y triquiñuelas en la red… la llevamos también al ámbito profesional, a esas redes que, quizás, están deshumanizadas, frías, con el piloto automático puesto, pensando en repetir las mismas fórmulas que te funcionaron ayer, la semana pasada, el trimestre pasado o la misma creatividad del día de… del año pasado que, total, ya nadie se acuerda.