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Voy a contarle una historia

Me siento a escribir este artículo después de terminar, literalmente, El cuaderno rojo, de Paul Auster, cuyo título se alarga con un Historias verdaderas, curiosamente. En realidad, no sé si lo serán, pero yo me las creo. Son historias muy cortitas en las que, como no podría ser de otra forma con Auster, el azar resuelve el principio y el final de un caos aparentemente cotidiano.

Soy ferviente seguidora del autor, lo confieso. Tengo guardado en una carpeta de este mismo pc todas las entrevistas que ha dado desde que llevó al cine Smoke, altamente recomendable. Porque cuenta historias que me las creo, pero de principio a fin.

En realidad, quiero hablaros de las historias, del arte de contar historias, porque esto es un blog de comunicación, que es a lo que nos dedicamos usted, que me está leyendo, y yo. Contar historias, qué fácil, ¿no? Y eso, ¿para qué sirve? ¿Para qué sirve un relato? Madre mía, menudas preguntitas.

Voy a usar a Auster una vez más para explicarme. En 2006 le dieron el premio Príncipe de Asturias de las Letras. Para mí, merecidísimo y afortunadamente en su momento. Es tan creible que da rabia. Empieza el discurso diciendo que no sabe por qué se dedica a escribir.

La realidad es que todo el que escribe o se dedica a las artes lo explica por un impulso irracional, pero después filosofan un poco y se explican mejor. Al principio cuenta que es algo inútil, dice que «un libro nunca ha alimentado el estómago de un niño hambriento (…) nunca ha evitado que una bomba caiga sobre civiles inocentes en el fragor de una guerra». ¿Y no tiene razón?

Justo después empieza a contar que él es padre, que le contaba cuentos a su hija, que rememoraba su propia infancia con su padre leyéndole en la penumbra, que los cuentos relatan crueldades, situaciones grotescas… Y de repente nos sorprende diciendo que el cuento es «un encuentro fortuito con sus propios miedos y angustias interiores en un entorno en el que está perfectamente a salvo y protegido. Tal es la magia de los relatos…» Pero es que sigue explicando por qué se dedica a esto, y dice que «nos hacemos mayores, pero no cambiamos. Dice que somos «criaturas que esperan ansiosamente que les cuenten otra historia, y la siguiente, y otra más (…)». ¿Y no tiene razón? «La necesidad de historias que tiene el ser humano. Las necesita casi tanto como el comer, y sea cual sea la forma en que se presenten…» Y no lo digo yo, lo dice él.

El hecho de contar historias siempre ha estado enmarcado bajo la etiqueta ‘literatura’, hasta que llega Martin Luther King y cuenta que él tiene un sueño, que al final es el mismo que mucha gente tiene o anhela tener. Luther King no se inventó nada, pero habría leído desde Cicerón hacia delante y conocía como canalizar sus buenos propósitos para que los demás lo entendieran fácil. No solo eso. Él les explicó a los blancos lo que necesitaban entender para caminar hacia la igualdad. ¿Cómo? Contándole una historia, una buena y planificada historia.

Y así, los americanos le pusieron nombre a esto, el storytelling para ellos; el arte de contar historias para usted y para mí. El arte de contar historias sin matemáticas, sin recurrir a la lógica ni a la pura y dura razón. Porque no entendemos un éxodo Sirio si nos explican que millares de personas están saliendo de su país por el simple y contundente hecho de autoprotegerse de la guerra y preservar la vida de los suyos; necesitamos que nos cuenten en imágenes la historia de un niño sirio que se llamaba Aylan de apenas tres años, que se montó en una embarcación terrorífica con sus padres y su hermano poco mayor que él, y que se volcó. El resto, lo conocemos todos. Y a partir de ahí, sentimos el horror, la compasión, experimentamos la indignación y la responsabilidad.

El storytelling es una estrategia de comunicación y, como todo en esta vida, se usa con fines más o menos lícitos, pero funciona. Funciona porque necesitamos que nos cuenten una historia creíble que permita la identificación o el encuentro entre el emisor y el receptor. Y esto es tan antiguo como andar hacia delante, o como Jacobson.

Pero que sea antiguo no significa que lo hayamos aprendido o que sea fácil. En España recuerdo a la niña que utilizó Mariano Rajoy en su campaña a la presidencia del Gobierno en 2008. Contó que tenía en la cabeza a una niña para la que quería construir un futuro mejor. Pero la niña no era su hija, no tenía nombre, no vivía en Valdemoro ni en Guetxo, y ni siquiera sabemos cómo conoció la historia de esa niña a la que quería ver triunfante con 31 años. Abstracción; craso error. Yo no sé quién es, ni mi prima tampoco, no la veo entre la fila de críos de la guardería de mi hijo porque para los compañeros de mi hijo veo a unos padres construyéndole un futuro.

Los americanos, de nuevo, y pese a quien le pese, han tenido más claro también esto. No osaré decir que Barack Obama llegó a presidente de EE.UU. por emplear el storytelling como la estrategia puntal, pero creo que fue determinante. Es más: Obama es el storytelling hecho persona: un hombre negro, de procedencia afroamericana, de clase media, hecho a sí mismo desde los cimientos… ¿no es la encarnación del sueño americano?

Sobre el presidente americano existen ejemplos desde su primera campaña, cuando nadie le conocía. Pero más cercano tengo el recuerdo de su reelección, cuando en el discurso de la victoria se dirigió a su señora para decirle -¿desde la exaltación?- que la amaba más que nunca, a ella y a sus dos niñas. «Pero tengo que decir que, por ahora, un perro es suficiente». La familia, el núcleo de todo, la unión y el amor, el papel de esposo y padre, y, por supuesto, el papel de hombre que entiende las sensibilidades pero que sabe dónde está el límite.

Obama hace de su historia la historia de todos, pero con habilidad sabe señalar al resto, diciendo que ha visto el espíritu americano la noche de su reelección «en la empresa familiar cuyos dueños prefieren recortar sus ganancias antes que despedir a sus vecinos, y en los trabajadores que prefieren trabajar menos horas antes que ver que un amigo pierde su empleo. Lo he visto en los soldados que vuelven a alistarse después de perder una pierna…» Y yo me lo creo.

Las historias, como dice Auster, las necesitamos tanto como comer. Nos alimentan, las buscamos, las inventamos, las contamos, las escuchamos, porque es donde nos encontramos, nos identificamos y nos compadecemos. Con las historias no nos sentimos tan solos, porque descubrimos que, por insólita, desagradable o fortuita que nos parezca, son compartidas. Y si no, sean capaces de derrocar a Zuckerberg y cierren su perfil de Facebook y dejen de contar qué piensan, o de recrearse en los amores o los fracasos de sus conocidos.

Y, por cierto, soy una ferviente lectora de Auster, pero no llego a guardar en este pc, que es nuevo, ni en ningún otro, ninguna de sus intervenciones en medios. Ni tampoco tengo un hijo al que llevar a una guardería. Pero, ¿se lo ha creído?

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